El paso hacia la eternidad

Así nombra Loquillo (entre otras maneras) a Lisboa en su canción homónima. Puede que no sea la mejor canción del mundo, pero hoy estoy bastante melancólico, y he recordado la canción y, por supuesto, la ciudad. Porque no hay, que yo sepa, ciudad tan lánguida (aunque al mismo tiempo pueda ser también humilde, misteriosa, serena) como Lisboa.

Cuando alguien me dice que ha estado en Lisboa y pone cara de que va a contármelo me echo a temblar; porque Lisboa, más que ninguna otra, es una ciudad a la que encontrarle el espíritu en solitario, en grupo hacemos demasiado ruido. Y no hay cosa que más desolado me deje (antes me exasperaba, ya no) que oír a esa persona decir que está todo muy abandonao.

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Lisboa serena. La contenida burguesía de A Baixa y un día soleado en la Praça do Comércio dan un idea de lo que quiero decir con serenidad. Los grandes bulevares (Liberdade, República) que, a pesar de serlo, permiten pasear sin ver a más gente de la imprescindible, que recorren las arterias de la capital sin impresionarse ni ufanarse. Los cafés a las puertas de los bares azulejados.

Si no te gusta la decadencia ni asumir el paso del tiempo, no es tu sitio

Lisboa misteriosa. El Castelo de São Jorge elevándose sobre la ciudad que parece Cádiz, que parece La Coruña y no es ninguna de las dos. Atisbar en los oscuros y altos portales de las zonas acomodadas entre Pombal, Saldanha y Almirante Reis. El encanto diminuto, puntillista, cotidianísimo del Bairro Alto. Los múltiples niveles de vivencias que han conocido los objetos de la Féria da Ladra.

Lisboa humilde. Los pobladores de la Alfama que se resisten (aparentemente sin esfuerzo) a convertirse en postales vivientes. Las naves semiderruidas del puerto que un día se fue. Las fachadas desconchadas, y un símbolo, el elevador de Santa Justa, al que ni se le pasa por la cabeza quitarse las herrumbres y modernizarse con metacrilatos y digitalismos, pero tampoco retirarse como una vieja gloria ya en desuso.

Lisboa lánguida. La languidez es una idea que agrupa todo lo anterior, creo, además de incluir grandes dosis de saudade (se traduce por nostalgia, pero con poco acierto). Hay languidez en la Torre de Belem, mirando eternamente al mar, y en la voz de los fadistas de cualquier local no demasiado turístico. En la niebla y el salitre. También incluye el amor, mucho amor, sin importar si es correspondido o no.